Director y guionista
Ingmar Bergman
Año/ País
1966/Suecia
Fotografía
Sven Nykvst
Duración
85 minutos.
En latín persona significa “máscara” y tiene su origen en las obras de teatro en la Antiguedad, pues como antes las presentaciones eran en lugares muy grandes y no había amplificación, debían hablar muy fuerte para que todos escucharan, para no arruinar la actuación usaban máscaras que indicaban su sentir: felicidad y tristeza principalmente, hoy los símbolos del teatro. De ahí aparece también la personalidad que vendría siendo nuestra careta o máscara real, la imagen que adoptamos para que nos vean los demás.
Bergman, un también importante director de teatro, ocupa este término como título para una de sus películas más extrañas, película que críticos enmarañan con simbologías y metáforas y que, sin embargo, tiene su importancia, originalidad, valentía y ánimo rupturista en algo mucho más simple: su chasqueo de dedos en pleno rostro de quienes se enfrentan o dialogan con su película, poniendo en duda todo el discurso, machacado principalmente por la industria, del cine como entretención, del entrar en otro mundo y alejarse de la realidad.
La historia trata de una mujer que decide no hablar más, al parecer, por no hallarle sentido alguno. Queda entonces al cuidado de otra mujer que habla todo el tiempo de sus vulgares experiencias, creándose una relación entre ambas mujeres que incluso bordea la sensualidad. Aparecen así momentos de crisis en esta relación que dan lugar a asperezas y tensiones. Esas tensiones son aprovechadas por Bergman para salirse de la película, mostrando el origen de la ficción, la fantasía de un drama de personajes creados que se vuelven reales en la conexión que existe con quien ve el film. Las personalidades de aquellas mujeres van fundiéndose, dos caras de una misma moneda, dos rostros en un mismo drama existencial y terrenal.
La película comienza con la sucesión de imágenes sueltas, y el funcionamiento de un reproductor de cine, un niño se acerca a la pantalla donde finalmente se encuentra la historia que veremos, historia que se verá nuevamente interrumpida con el fraccionamiento de una imagen y luego al final con el fundido de los rostros. Es como si viéramos todo el proceso de juntar y pegar que Bergman tuviera en su cabeza y nos lo mostrara, sin explicaciones ni disculpas. Es como si nos dijera en todo momento: “estás en el cine, no se te olvide”, “esta es una película, yo la armo y desarmo, tú ves lo que yo te muestro, no lo que los personajes quieren mostrar”.
En el cine esta aparente interacción entre celuloide y butaca se había dado de manera más tosca, no por eso menos escandalosa, partiendo por el final del “Asalto y robo al tren” de Griffith donde el pistolero apunta a la cámara. Años después cuando el flaco Laurel se encoge de hombros frente al lente buscando en el público un cómplice. De ahí en adelante se ha utilizado principalmente como un recurso de empatía para con el espectador, existiendo luego algunos casos más exagerados que igualmente han funcionado como en Annie Hall donde, un devoto de Bergman, Woody Allen suele hablar a la cámara o en High fidelity donde John Cusack nos utiliza de amigo íntimo en vez de usar una voz en off. Sin embargo en este tipo de casos, seguimos estando dentro de la película, dentro de la ficción. Y al contrario de Persona, la ficción no sale, nosotros entramos.
Persona da y ha dado material para que se hagan extensas explicaciones sobre lo que Bergman quería comunicar, aunque en una entrevista donde el fallecido sueco hablaba sobre esta obra, pareciera que ni él mismo sabía lo que quiso decir, sólo lo expuso. Mas no hay que ahuyentarse por la supuesta complejidad, que sin duda existe, porque es una complejidad emocional y emociones todos tenemos y es finalmente lo que nos enseña ese chasquido de dedos: en el arte, y en particular en el cine, los personajes no son los que sufren o ríen, somos nosotros, los objetos no son los que provocan la belleza, somos nosotros. El arte somos nosotros.
Por: Don Butaca Martínez
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