Por: Antonia García Castro
En estos días no hubo manera de esquivar la calle San Diego. Y como voy a hablar de calles, de ciudades, le pido a don Julio Hurtado que tome esta columna como una carta abierta que le dirijo con respeto para mencionarle un detalle que, a lo mejor, puede ser de su interés.
Ocurre que en la ciudad en la que vivo no hay ninguna calle San Diego. Para no pecar de ignorante lo acabo de verificar en la guía Filcar. Es así. No hay calle San Diego en Buenos Aires. Por eso me encontraba ayer algo nostálgica, tratando de recordar algunos aspectos de la calle tal como fue. Por ejemplo, en los años 70.
En esos años, San Diego era lo que estaba saliendo de mi edificio, a mano derecha, unos metros más allá. No se me daba por pensar que la calle podía llegar a faltar, que podía haber penuria de calle. Ausencia. Robo. Pena de extrañamiento. Al tiempo, cuando llegó el momento de irse (lejos), lo único que logré entender fue que por ciertas circunstancias ajenas a nuestra voluntad –de la calle y mía– nos expulsaban una de otra. Ya no la iba a poder recorrer para ir al colegio. Ya no me iba a poder mirar en sus vidrieras sacando la lengua o admirando el vestido plateado (quizás dorado) que nunca nadie me compró (“ta’ loca usted”). Todavía recuerdo el flechazo de la carta que llegó anunciando que habían destruido la panadería de San Diego entre Eyzaguirre y Santa Isabel (frente al terreno baldío donde se ponía el circo). El enojo. La furia: “¡No vamos a poder volver nunca! Nos están tirando abajo la calle”.
Más o menos en esos años, Troilo recitaba “Nocturno a mi barrio” . Y todos los tangos (además de boleros, cumbias y otros géneros de la música popular latinoamericana) podían escucharse en la placita situada al lado de los juegos Diana. Pero no fue entonces sino bastante después cuando la Sra. Lucy tuvo cierta conversación con un quiosquero. La Sra. Lucy era vecina, amiga de varios comerciantes. Había tenido un restaurante en Eyzaguirre con San Isidro a pocos metros de una casa de dudosa moral con sillas en la vereda (rota) donde mujeres con medias (rotas) tejían y tejían a la espera de que pasara algún… “Las Penélopes” las llamaba ella… Una tarde, habrá sido en los años 90, un quiosquero le comentó que había un tango dedicado a la calle San Diego. Pero no era el que muchos conocían (“Mi Viejo San Diego” grabado por la orquesta de Porfirio Díaz) sino otro que estaba recitado. La Sra. Lucy le pidió que se lo grabara en casete, cosa que el hombre hizo. No me queda claro que lo haya hecho para mí (aunque me gusta pensarlo). El asunto es que el casete terminó en mis manos y se vino a vivir a Buenos Aires donde probablemente lo escribió su autor (suponemos que es Chito Faró).
Y aquí estábamos ayer, los tangos, mi nostalgia y yo, cuando queriendo verificar un dato caí sobre un sitio dedicado a la calle San Diego. Se trataba de un blog hecho por un escritor: Ricardo Chamorro. Todo parecía estar ahí. Todo lo que, de San Diego, puede ser visto hoy. Me llevé una sorpresa al descubrir que en la plaza Almagro extrañas ceremonias sucedían detrás de las piedras y que ciertos días podía ser peligroso buscar un rayo de sol. Me gustó saber que el busto de Recabarren no se deja fotografiar y que todavía hay ciegos que cantan en Arturo Prat (otros ciegos). Y en eso estaba, viendo la posibilidad de conseguir el último libro de Ricardo Chamorro (“Eje San Diego. Arqueología de una calle mágica”), cuando me llegó un artículo publicado hace unos días sobre un proyecto cultural que dice relación con… la calle San Diego.
El proyecto que involucra al dueño de los Juegos Diana, y a Denise Elphick, cineasta, busca potenciar el Centro Cultural Diana (antiguamente una bodega de los mismos juegos) y, más allá, revalorizar el sector como barrio de teatros. Ignoro los detalles porque el proyecto está haciéndose pero desde ya se puede saludar la iniciativa. Ojalá pudiera contemplar la rehabilitación de lugares históricos como puede ser el ex Teatro Esmeralda. En agosto del año pasado, por decisión de la Municipalidad de Santiago, se incorporó este edificio (y muchos otros) a la categoría “Conservación histórica”. Cabe esperar que el estatuto no sólo permita evitar su destrucción sino que contemple su restauración y –soñar es humano– su puesta a disposición del público. Porque a lo mejor lo que más necesitamos no es tanto abrir nuevos espacios sino reencontrarnos con lo que tenemos, con lo que es nuestro, con lo que siempre ha sido nuestro. Sería importante también que las iniciativas que buscan incentivar la vida barrial como espacio de cultura pudieran ser coordinadas. La cultura, en todo caso, no es algo –me parece– que haya que llevar al barrio. La cultura es también lo que, en muchas ocasiones, nace del barrio y crece ahí. Si se lo deja crecer.
Pero el detalle, estimado Julio Hurtado, que le quería mencionar es sobre todo el tango. A lo mejor usted ya lo conoce. De no ser así, con la complicidad de los editores –y de parte de la Sra. Lucía Nilo Vidal–, se lo dejo aquí. A usted y a todos los que podrían querer escucharlo: verán que habla con palabras simples de cultura y de barrio, de maneras de ser en un lugar determinado. El tango se llama “San Diego ”. Pero el barrio que se evoca es el de los años 20-30. Una minuciosa descripción de la calle, sus rincones, sus niños, sus mujeres, sus “tauras”… que en alguna parte dice así:
“Querido barrio San Diego si al evocarte esta noche en alguna frase me equivoco no creas que te provoco y quiero ser tu enemigo porque aquí, y en todas partes, te defenderá un amigo.”
En eso andamos.
Por: Antonia García
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