Si se imagina a un caminante por el frente de La Moneda (de preferencia de otro país u otro planeta), puede que nos de por imaginarlo mirando hacia el sur. Cosa razonable porque al norte La Moneda es un verdadero murallón. Hacia el sur, en cambio, la vista tiene una oportunidad única para perderse. Esto porque en esa dirección existe una avenida peatonal, ancha y sin interrupciones visuales. Es el paseo Bulnes.
Si el imaginario paseante es lo suficientemente curioso, puede recorrer esa calle. Al hacerlo descubrirá infinidad de lugares que solo se dan juntas en ese medioambiente: armerías, bastantes restaurantes, reparticiones públicas, arte en las murallas, fuentes circulares que expulsan agua a raudales, etc. De ello puedo hablar en otra oportunidad. Pero, lejos, lo que más llamaría la atención a nuestro sujeto, es el final del viaje. Porque, cual si se tratara de una iniciación mística, hallaría, al final del camino, un conjunto de menhires ordenados en una configuración cósmica como corresponde a esa clase de monumentos líticos. ¿Por qué están esas piedras allí?
La historia no carece de interés. Su instalación se halla precedida por un conjunto de hechos que remiten a los amaneceres del urbanismo nacional. Podría decirse que todo parte a principios de siglo XX, pero es incluso anterior. La búsqueda de un adecuado entorno para el palacio presidencial fue relevante desde que La Moneda se convirtió en asiento del poder ejecutivo, allá por el año 1845. Pero es en año 1913 que se hacen los primeros intentos más serios, encargados a Ernest Coxhead, arquitecto yanqui, californiano, que presentó un proyecto global para toda la ciudad. Posteriormente, en el año 1918 Juan Luis Sanfuentes (presidente de ese periodo oligocrático conocido como parlamentarismo) pidió a algunos arquitectos nacionales el desarrollo de un proyecto completo enfocado solo al barrio cívico. Lo que encargó poseía una idea fuerza: se debía construir un nuevo palacio presidencial que estuviera enfrentado con el “viejo palacio” y cuya unión sería una calle llena de edificios públicos, la se conocería como “Avenida Sur”. Se presentaron tres propuestas. Pero las ideas, en esa fecha, quedaron en nada. Ibáñez, en su periodo dictatorial del 27 al 31, lo reflotó y algo hizo por la construcción del proyecto. En Europa la arquitectura pública se estaba transformando en la escenografía que usarían los fascismos del mundo. Ibáñez era uno de los aprendices y, en ese sentido, las distintas visiones del proyecto de barrio cívico también se relacionaban con las distintas formas de ver el poder.
Como curiosidad, hasta las mejoras de Ibañez, el palacio de La Moneda no era visible desde la Alameda. Alfredo Prat, uno de los arquitectos nacionales que defendían la construcción de un barrio cívico, señala en artículo del Instituto Nacional Urbanismo que “desapareció el circo, apareció la plaza con la pila y los chorros de colores y La Moneda asomó su cara señorial para conocer las delicias de la Alameda.” ¿Un circo en la fachada de la moneda? Sorprendente dato que no he podido confirmar. Algún gracioso dirá que el circo se trasladó al interior. Lo que si ratifiqué fue la construcción de la plaza y se le llamó “de la Libertad”, pero no debe confundirse con la llama que apareció muchísimas décadas después.
El público ansiaba la ejecución del proyecto. He sabido que algún comité de vecinos elevó una petición al gobernante y que esa petición estuvo acompañada de un conjunto de firmas. Supongo, por lo tanto, que quienes apoyaban la idea eran la elite más informada. El año 34 hubo mucho debate entre los urbanistas nacionales. Los partidarios y los opositores eran igualmente férreos. Un punto de vista indicaba que era lógico que la salida de Santiago se realizara por esta futura Avenida Sur y se planteaba un trazado incluso hasta Avenida Matta. Otros decían, con razón, que desde tiempos inmemoriales era la calle San Diego la que cumplía esta función, por lo tanto, se producía una duplicidad ineficiente. Al final de ese año, contratado por la municipalidad de Santiago, llega el urbanista austriaco Karl Brunner, por unos pocos meses, lo que representa un sustantivo avance en la discusión. Un avance en la dirección de la construcción del barrio cívico, por supuesto. El proyecto que proponía Brunner implicaba la construcción de la Avenida Sur solo hasta plaza Almagro. Su propuesta incluía la construcción de un Conservatorio de Música, con una magnificencia tal que permitiría verlo desde la Alameda.
La construcción fue lenta: a lo menos desde 1937 a 1950. En ese periodo se suceden los proyectos y los aportes: Ricardo Gonzalez, Carlos Vera, Rodulfo Oyarzún, etc. Algunos de ellos alumnos de Brunner. Y en ese caos de arquitectos y urbanistas aparecen mejoras e imponderables económicos que desvían la idea de Brunner. O que la convierten en otra cosa. Por ejemplo, se discutió mucho sobre construir el nuevo Congreso Nacional en los terrenos de la actual Universidad Central. Pero el presupuesto sufrió muchísimos vaivenes. Hacemos notar que la Avenida Sur, o Avenida Central, se pensaba como una calle vehicular. Así es como se ve, por ejemplo, en la película Largo Viaje de Patricio Kaulen. Pero pavimentada solo en una parte, porque en el empalme con la Plaza Almagro los fotogramas dan cuenta de un sitio eriazo.
Un momento importante de esa historia es el descarte de la construcción del conservatorio de Música en la Plaza Almagro y su reemplazo, en 1964, por el proyecto de Lorenzo Berg dedicado a Pedro Aguirre Cerda. Su proyecto se basaba en que los chilenos somos básicamente agua, piedras y metal. Yo sospecho que somos muchísimas más cosas, pero Berg tenía opiniones de artesano y, más aun, de artesano sesentero. Su idea ganó el concurso y consistía en un espejo de agua, con diversas piedras. No he tenido acceso al proyecto, pero algunos señalan que en las piedras se esculpirían figuras humanas, en cambio otros indican que se mantendrían en bruto. Lo que si es un hecho es que al medio del espejo de agua habría una llama sostenida en un adminículo de cobre. Frente a ello, la estatua de Pedro Aguirre Cerda con dos niños. Esto último era bastante lógico, considerando que era profesor. Pero nuevamente la economía nacional o municipal, juagarían una mala pasada. Alguien dirá que es otro ejemplo de desidia nacional. Y que es el mismo tipo de desidia quizá que afectó muchas de las ideas del proyecto de Karl Brunner.
Desde hace algunos meses se viene planteando la idea de “terminar” la obra de Berg. Otros van más allá y quieren retomar el proyecto de Brunner, pero sospecho que estos últimos no se han percatado que ambos proyectos son distintos. La elite, los intelectuales y los funcionarios empiezan otra vez los debates, retomando la tradición. Pero hoy en día hay un factor inesperado y que vale muchísimo la pena atender: la opinión de los habitantes. Incluso puede que la opinión de los turistas. O la del anónimo e imaginario paseante que abre esta nota. Todos ellos tienen algo en común: tienen una relación de usuario con esa escultura. Cuando ven las piedras, montadas sobre algo que pudiese interpretarse como un altar, aparece el asombro, la nostalgia y quizá cierta vaga conexión con el inconsciente colectivo. Sin duda se trata del mismo tipo de sentimiento que llevó a nuestros ancestros a erigir piedras desnudas y alineadas como expresión de religiosidad. Y con eso ocurre un reinterpretación extraordinaria: el eje Bulnes no comunica el arte musical con el arte de gobernar, ni el poder ejecutivo con el poder legislativo, ni nuevos palacios con antiguos palacios ni tampoco una calle para salir de la ciudad. Lo único que nos resultó (parece) fue hacer una conexión entre lo primitivo y lo moderno, entre el caos y el orden o entre lo poético y lo racional. Les aseguro que instalarse al medio de esas rocas, ojalá bajo una lluvia, produce una sensación de clara conexión con el cosmos.
El anterior es uno de los motivos por los que me opongo absolutamente a cualquier intervención del grupo escultórico. En mi opinión, no se trata de una obra inacabada sino más bien de una obra que adquirió vida propia eligiendo derroteros alejados de cualquier normativa. Mi desacuerdo tiene que ver también con la población flotante del sector y sus habitantes menos escuchados: los que han elegido su residencia en los alrededores de Plaza Almagro. Inmigrantes en los cités, antiguos locatarios, asalariados, imprenteros, etc, que han visto tanto cambio monumental y apoteósico sin que jamás se le informe o consulte. Yo he hecho encuesta rápida y me han dicho cosas sorprendentes desde “no…, ¿cómo se le ocurre?, ¿para qué?, si ha estado siempre allí, traigo siempre a mi hijo para acá, ¿quien le dijo eso?, puro gasto de plata”. Etc. Una mujer me dijo que de niña le habían dicho que esas piedras adquirían vida cuando no había luna y que, más tarde, en alguna excursión adolescente intentaron descubrir la manifestación de ese soplo vital. Por su parte, los arquitectos ministeriales (que ni siquiera viven en el sector) hablan de monumento inacabado, de “piedras abandonadas a su suerte”, de monumento a la desidia y otros epítetos peores. Conceptos que, a mi juicio, quedan bien en una charla de café. Pero el urbanismo hay que hacerlo en la calle y con la gente, como tantas otras cosas. El año pasado plantearon construir unas torres gemelas y, de pasada, eliminar las piedras. Por suerte las “torres gemelas” (noten el patético anglicismo yanqui de la denominación) no serán construidas.
Por: Ricardo Chamorro