La televisión se inventó como una rara forma de entretención, en la cual uno deja de ser un “humano” para transformarse en un “telespectador”. Un telespectador es alguien que ve televisión. Una pregunta que se puede hacer es ¿porqué el hombre ve televisión? Y otra pregunta que surge a continuación es ¿porqué hay algo en la televisión cada vez que la prendemos?. Ambas pueden parecer preguntas triviales y ociosas. Pero no es así.
La primera pregunta tiene que ver las motivaciones del sujeto para sentarse frente a la pantalla. El tipo está diciendo, “ok, no saldré a caminar, no iré a ver a mis amigos, no haré nada de eso, estaré mirando este aparato”. De esa manera, uno decide. Uno hace un intercambio: entrega “atención” (y por lo tanto tiempo) a un aparato. Veámoslo desde el punto de vista de la economía energética: se está entregando energía a un aparato. ¿Qué es lo recibe a cambio?. Está recibiendo placer.
La segunda pregunta ¿porqué hay algo en la televisión cada vez que la prendemos?, dice relación con las motivaciones de la contraparte, la que se halla formada por una inalcanzable industria, que se nos hace constituida de seres felices y bellos. La contraparte, como todas las industrias, quiere obtener dinero. Por supuesto, está de por medio el placer de hacer “el producto”, lo que se relaciona con “gustarle a uno a la pega”, pero en los términos del intercambio pantalla-telespectador es dinero lo que se transa. Al unir la respuesta a las dos preguntas anteriores no puede sino sorprendernos el resultado: el acto de ver televisión transforma la energía de millones de televidentes, en dinero. La situación es, por lo tanto, que el acto de ver televisión nos convierte en parte de una industria y de un proceso. Estamos “produciendo” sin que nos demos cuenta.
Para seguir con las sorpresas: el aumento de horas en que uno ve televisión consigue, a su vez, un funcionamiento más extenso del proceso. Las “parrillas programáticas” de los canales buscan, incesantemente, aumentar el número de televidentes y el número de horas en que éstos ven televisión. Este “deseo” de los canales va, comprensiblemente, muy lejano a los procesos “normales” de la vida: el televidente ideal duerme menos, toma menos aire, hace menos actividad física, pasa más tiempo encerrado, conversa menos con otros seres humanos y, probablemente, también piense menos que el promedio. Aunque, bueno es decirlo, en un país excesivamente televisado como el nuestro probablemente el promedio referido no es muy alto. Lo de “excesivamente televisado” no es una afirmación sin fundamento. Lo confirman las cifras y algunos ejemplos caseros: me han tocado algunos colectiveros que ponen un televisor para él y el pasajero. Pronto el metro instalará pantallas dentro de los vagones.
Hay elementos quizá poco éticos en las cadenas de televisión: se transforma a un ser humano en parte de una cadena productiva y se le “rapta” de su familia, sus hijos, sus obligaciones. Se les aumenta la barriga y el sedentarismo. Se les está también raptando de sus ambiciones y sueños. Al cabo de años de exposición mediático-pantallesca el sujeto casi no tendrá sueños, o si aún conserva alguno los considerará inalcanzables. El sedentarismo le habrá disminuido mucho sus deseos de luchar por ellos. Lo que se les hace noche tras noche a los “amables televidentes” es bastante poco amable.
Lo más seguro es que los analistas de la tele sepan con mucha claridad lo que explico más arriba. Pero es probable que no les amargue ni les cause culpa. Es probable que lo asuman con cierto cinismo.
Los que lean esta crónica puede que piensen, con mucha razón, “y este güeón que se queja. Seguro que ve tele como todos”. Pero esa queja no corre para mí. No tengo tele por suerte, por lo tanto “no veo tele como todo el mundo”. La veo de una manera particular, en la casa de los amigos, en los restaurantes, en los buses, etc. Cuando puedo veo tele. ¿Porqué no tengo tele? La explicación es simple: si tuviera, la vería.
Por: Ricardo Chamorro